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miércoles, 6 de febrero de 2013

La mujer del 19

Por: César Uribe

¿Has visto a una mujer echarse sus ungüentos?  Qué gracia tan divina la que he tenido que presenciar cuando a pleno día y por la puerta pasar, desapercibido, he visto lo siguiente. Créame, no es cuento.

Yo que iba volando como de costumbre a través del pasillo angosto que desemboca a un millón de alcobas (o quizá un millón de alcobas desemboquen en el pasillo), tan sereno yo, como de costumbre, sin preocupación, pues la mañana no es tan trágica como la noche por ya saben qué cosas: la oscuridad, la magia…  De repente iba por el cuarto 19 y al mirar con el rabo del ojo hacia un lado, desperdigando miradas como quien se distrae, me encuentro con una bella dama que a primera vista lo dice todo y que se encuentra, igual de serena, masajeando las orejas de una taza de café.

Sin duda yo, tan modesto, intrinqué por entre aquella ranura que nos dividía, sin bastar un minuto de asombrarme. Será por el tiempo, pues es verano. Estaba esta mujer con los ojos metidos en la primera página de un diario que no me interesa, leyendo una noticia sobre productos cosméticos.  Supondrá el lector que presumo por mi exagerada intuición y que le miento, pero no.  Usted mismo puede hacer la prueba: deje una revista de cosmética sobre la mesita de noche de su tía, anónima, y visualícela cuando abra la primera página, quizás unas después.  Por reflejo, subirá las manos desde la altura de su ombligo hasta los dobleces de piel que se han abierto, aledaños a sus párpados.  Ahhh, ahora sí, dígame mentiroso.

Esa mañana era fresca y el café estaba caliente y caliente estaba mi sangre, sin el mínimo deseo de ser descubierto delante de tal acontecimiento que me traía tanta curiosidad, más que morbosidad.  La dama dejó el periódico sobre la mesa redonda del comedor y se volvió de espaldas de tal forma que al bajarse la bata pudiera observarse las líneas que caían como cataratas por su espalda y que desembocarían en dos grandes y perfectos glúteos, que eran más bellos cuando, además de ser bañados por el agua invisible que recorría su espalda, se bañaban de los últimos ríos de sombra que aún agonizaban con la llegada de la luz del día.  Era esa mujer una joven, que aún podría parir malos pensamientos en las mentes de los otros, y, como si fuera poco, que no le bastaba con dejar su cuerpo al desnudo, sino que le fascinaba acariciar cada parte de él como revisando que la noche criminal no hubiera saqueado de aquél ni un solo tesoro.  Así, bajaba diez a las piernas, y subía diez por la cintura.  Y con cinco almohadillaba una nalga mientras completaba los diez en su seno.

Si me permite describirle, le diría que no era una mujer perfecta.  Sin embargo era cautivadora y asombrosa.  Esbelta.  Irrevocablemente la mujer más etérea para quien ve una en la mañana.  Sin algún tipo de maquillaje que le llegara en cajitas de cartón rellenas de dientes de icopor de Nueva York, o cualquier otra cosa que distrajera la vista.
Parada en medio de un cuarto diáfano estaba tan simple y tan desnuda como un cristal.  Tenía piernas largas como su cabello y la cintura similar a la de una copa de vino.  Parecía tan liviana, que -acérquese, amigo lector- si usted la viera sabría cómo es una mujer que no carga culpas ni remordimientos.  Que es tan volátil como una hoja de papel, o, mejor aún, la de un árbol, por su columna vertebral.

Y pasé una hora, que parecieron miles, viendo cómo se paseaba cada yema por cada poro desprevenida de que en cualquier momento fuera encontrada en tal situación.  Le iban y le venían los cabellos castaños e iban retorciéndose como si fueran prendidos de sus bracitos mientras daban vuelticas locas, felices.

Al principio pensé que estaba delirando, pero cuando aquella mujer se perdió de mi vista - supongo que el agua tibia la aguardaba-  caí de golpe otra vez a mi realidad.  Hombre, es que ver a esa mujer era como si tu propia sombra te tocara, pero sin dolor ni depresión.  Solamente ensimismándote, o ensimismándola, o como se diga.

Tuve tan solo un minuto para respirar y disparar mis ideas tan rápido como pude porque la mujer volvió más húmeda que antes, más airosa. De tal forma que pude ver su rostro fresco y liviano, pero hermoso.  Aunque, realmente, me quedé absorto cuando vi su cuerpo envuelto en una seda que se asía muy bien a sus limitantes curvas.  Allí, y solo allí, supe que la mujer es más bella cuando está húmeda y  por eso los navales trajeron las historias de las sirenas, que sencillamente eran mujeres que nadaban mar adentro y sabían encantar a los navegantes.  Por eso un vaso de agua es más atractivo cuando está frío y suda por los poros de su transparencia.

Venga  -acérquese de nuevo-, ¿a usted le parece que está malo?  Lo de observar a una mujer por entre la ranura de su puerta cuando no lo sabe no, necio.  Lo de rellenar las cajas de cartón con millares de dientes de icopor que luego para nada serán de buen uso.  Yo pienso que sería mejor utilizar aquel plástico ampollado con bombitas de aire porque, por lo menos, sirve para quitarle el estrés a mi abuela o entretener a los sobrinos cuando vienen de visita.

Usted va a ser ahora mismo el primero en darse cuenta de que me parece que el vicio más estéril que tiene una mujer, luego de bañarse y salir solo envuelta por su piel y por un algún manto de seda bendito, es acostarse empapada sobre la cama, boca arriba, a pensar en la ropa que va a usar (de acuerdo al clima, al color del día, al estado de ánimo, a la revista de moda o al calor del día), en vez de dejar evaporar la humedad de su cabello a medida que se prueban la ropa, una y otra vez, hasta encontrar lo que les luce mejor, y  no dejando perder  la esperanza de un hombre por ver la mancha expansiva que se hace en su blusa cuando aún tienen el cabello mojado.

¡Nada más emocionante que ver eso!

De todas formas, no fue el caso de esta mujer.  Apenas salió de la ducha, dejó a un lado la toalla y se apresuró a pararse detrás de la puerta del closet.  Afortunadamente del lado contario en que yo estaba, para imaginármela desnuda y saberla deliciosa. Sin embargo, tan rápido como ninguna otra de su especie, abandonó aquella esquina escondida y dejó ver su cuerpo todavía sin ropa que exhalaba un aroma a frutos rojos, tan rojos como sus labios: el peor error de la naturaleza…

Fue así como reparé de nuevo en cada parte de su cuerpo y saqué la conclusión de que no había tenido un encuentro furtivo con alguien en el baño, de tal forma que estaba completamente como la encontré el último segundo antes de no verla.  Se acercó al tocador y, con la sutileza del viento para deslizarse en las alas de la mariposa, agarró un gran tarro que decía: “Corporal, humecta y suaviza”.
-¡Pero cómo!, ¿era posible más suavidad en aquel dulce abrigo?-

Solo sé que frotó el producto entre sus diez y los esparció por cada rincón de mis ojos sobre su cuerpo.
                                                       
…….

Ya usted se lo imaginó todo.  Yo simplemente era ojos: por ellos respiraba, por ellos tragaba, por ellos tosía.  Por ellos vivía.  Podría haber mil personas alrededor nuestro, pero yo me sentía cada vez más solo con ella.  Tanto así que si aquella mujer hubiera caído en la cuenta de mi presencia, yo continuaría sumergido en un inmenso paroxismo.  Eso sí, nunca tuve impulsos de interrumpirla, es decir, de entrar sin permiso.  A su habitación, por supuesto, porque a su más íntimo escondite, que es el alma, ya había entrado y salido como un común transeúnte.  El único que paseaba por entre sus calles y sus luces.

De modo que estuve hasta el momento en que agarró su bolsa y salió empedernida con un cigarro sin filtro en la mano.  Justas manos y hermoso el anillo que se abrazaba a uno de sus diez…  Por primera vez sentí la libertad, que no es como la pinta la gente: como una paloma.  En cambio, sí como un libro, que vive sin consecuencias porque juega con la mirada de quien cree que juega con sus letras; anestesiando un millón de problemas para alivianar el alma.

La mujer del 19 es mi inspiración.  La mujer del 19 es transparencia.  La mujer del 19 me tiene loco.  La mujer del 19 me ha dejado una nota: mañana quiere que le traiga el periódico y que tomemos una taza de libro y que leamos un café.

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