¿Has visto a una mujer echarse sus ungüentos? Qué gracia tan divina la que he tenido que presenciar cuando a pleno día y por la puerta pasar, desapercibido, he visto lo siguiente. Créame, no es cuento.
Yo que iba volando como de costumbre
a través del pasillo angosto que desemboca a un millón de alcobas (o quizá un
millón de alcobas desemboquen en el pasillo), tan sereno yo, como de costumbre,
sin preocupación, pues la mañana no es tan trágica como la noche por ya saben
qué cosas: la oscuridad, la magia… De
repente iba por el cuarto 19 y al mirar con el rabo del ojo hacia un lado,
desperdigando miradas como quien se distrae, me encuentro con una bella dama
que a primera vista lo dice todo y que se encuentra, igual de serena, masajeando
las orejas de una taza de café.
Sin duda yo, tan modesto,
intrinqué por entre aquella ranura que nos dividía, sin bastar un minuto de
asombrarme. Será por el tiempo, pues es verano. Estaba esta mujer con los ojos
metidos en la primera página de un diario que no me interesa, leyendo una
noticia sobre productos cosméticos.
Supondrá el lector que presumo por mi exagerada intuición y que le
miento, pero no. Usted mismo puede hacer
la prueba: deje una revista de cosmética sobre la mesita de noche de su tía,
anónima, y visualícela cuando abra la primera página, quizás unas después. Por reflejo, subirá las manos desde la altura
de su ombligo hasta los dobleces de piel que se han abierto, aledaños a sus
párpados. Ahhh, ahora sí, dígame
mentiroso.
Esa mañana era fresca y el café
estaba caliente y caliente estaba mi sangre, sin el mínimo deseo de ser
descubierto delante de tal acontecimiento que me traía tanta curiosidad, más
que morbosidad. La dama dejó el
periódico sobre la mesa redonda del comedor y se volvió de espaldas de tal
forma que al bajarse la bata pudiera observarse las líneas que caían como
cataratas por su espalda y que desembocarían en dos grandes y perfectos
glúteos, que eran más bellos cuando, además de ser bañados por el agua
invisible que recorría su espalda, se bañaban de los últimos ríos de sombra que
aún agonizaban con la llegada de la luz del día. Era esa mujer una joven, que aún podría parir
malos pensamientos en las mentes de los otros, y, como si fuera poco, que no le
bastaba con dejar su cuerpo al desnudo, sino que le fascinaba acariciar cada
parte de él como revisando que la noche criminal no hubiera saqueado de aquél
ni un solo tesoro. Así, bajaba diez a
las piernas, y subía diez por la cintura.
Y con cinco almohadillaba una nalga mientras completaba los diez en su
seno.
Si me permite describirle, le
diría que no era una mujer perfecta. Sin
embargo era cautivadora y asombrosa.
Esbelta. Irrevocablemente la mujer
más etérea para quien ve una en la mañana.
Sin algún tipo de maquillaje que le llegara en cajitas de cartón
rellenas de dientes de icopor de Nueva York, o cualquier otra cosa que
distrajera la vista.
Parada en medio de un cuarto
diáfano estaba tan simple y tan desnuda como un cristal. Tenía piernas largas como su cabello y la
cintura similar a la de una copa de vino.
Parecía tan liviana, que -acérquese, amigo lector- si usted la viera
sabría cómo es una mujer que no carga culpas ni remordimientos. Que es tan volátil como una hoja de papel, o,
mejor aún, la de un árbol, por su columna vertebral.
Y pasé una hora, que parecieron
miles, viendo cómo se paseaba cada yema por cada poro desprevenida de que en
cualquier momento fuera encontrada en tal situación. Le iban y le venían los cabellos castaños e
iban retorciéndose como si fueran prendidos de sus bracitos mientras daban
vuelticas locas, felices.
Al principio pensé que estaba
delirando, pero cuando aquella mujer se perdió de mi vista - supongo que el
agua tibia la aguardaba- caí de golpe
otra vez a mi realidad. Hombre, es que
ver a esa mujer era como si tu propia sombra te tocara, pero sin dolor ni
depresión. Solamente ensimismándote, o
ensimismándola, o como se diga.
Tuve tan solo un minuto para
respirar y disparar mis ideas tan rápido como pude porque la mujer volvió más
húmeda que antes, más airosa. De tal forma que pude ver su rostro fresco y
liviano, pero hermoso. Aunque,
realmente, me quedé absorto cuando vi su cuerpo envuelto en una seda que se
asía muy bien a sus limitantes curvas. Allí,
y solo allí, supe que la mujer es más bella cuando está húmeda y por eso los navales trajeron las historias de
las sirenas, que sencillamente eran mujeres que nadaban mar adentro y sabían
encantar a los navegantes. Por eso un
vaso de agua es más atractivo cuando está frío y suda por los poros de su
transparencia.
Venga -acérquese de nuevo-, ¿a usted le parece que
está malo? Lo de observar a una mujer
por entre la ranura de su puerta cuando no lo sabe no, necio. Lo de rellenar las cajas de cartón con millares
de dientes de icopor que luego para nada serán de buen uso. Yo pienso que sería mejor utilizar aquel
plástico ampollado con bombitas de aire porque, por lo menos, sirve para
quitarle el estrés a mi abuela o entretener a los sobrinos cuando vienen de
visita.
Usted va a ser ahora mismo el
primero en darse cuenta de que me parece que el vicio más estéril que tiene una
mujer, luego de bañarse y salir solo envuelta por su piel y por un algún manto
de seda bendito, es acostarse empapada sobre la cama, boca arriba, a pensar en
la ropa que va a usar (de acuerdo al clima, al color del día, al estado de
ánimo, a la revista de moda o al calor del día), en vez de dejar evaporar la
humedad de su cabello a medida que se prueban la ropa, una y otra vez, hasta
encontrar lo que les luce mejor, y no
dejando perder la esperanza de un hombre
por ver la mancha expansiva que se hace en su blusa cuando aún tienen el
cabello mojado.
¡Nada más emocionante que ver
eso!
De todas formas, no fue el caso
de esta mujer. Apenas salió de la ducha,
dejó a un lado la toalla y se apresuró a pararse detrás de la puerta del closet.
Afortunadamente del lado contario en que
yo estaba, para imaginármela desnuda y saberla deliciosa. Sin embargo, tan
rápido como ninguna otra de su especie, abandonó aquella esquina escondida y
dejó ver su cuerpo todavía sin ropa que exhalaba un aroma a frutos rojos, tan
rojos como sus labios: el peor error de la naturaleza…
Fue así como reparé de nuevo en
cada parte de su cuerpo y saqué la conclusión de que no había tenido un
encuentro furtivo con alguien en el baño, de tal forma que estaba completamente
como la encontré el último segundo antes de no verla. Se acercó al tocador y, con la sutileza del
viento para deslizarse en las alas de la mariposa, agarró un gran tarro que
decía: “Corporal, humecta y suaviza”.
-¡Pero cómo!, ¿era posible más
suavidad en aquel dulce abrigo?-
Solo sé que frotó el producto
entre sus diez y los esparció por cada rincón de mis ojos sobre su cuerpo.
…….
Ya usted se lo imaginó todo. Yo simplemente era ojos: por ellos respiraba,
por ellos tragaba, por ellos tosía. Por
ellos vivía. Podría haber mil personas
alrededor nuestro, pero yo me sentía cada vez más solo con ella. Tanto así que si aquella mujer hubiera caído
en la cuenta de mi presencia, yo continuaría sumergido en un inmenso
paroxismo. Eso sí, nunca tuve impulsos
de interrumpirla, es decir, de entrar sin permiso. A su habitación, por supuesto, porque a su
más íntimo escondite, que es el alma, ya había entrado y salido como un común transeúnte. El único que paseaba por entre sus calles y sus
luces.
De modo que estuve hasta el
momento en que agarró su bolsa y salió empedernida con un cigarro sin filtro en
la mano. Justas manos y hermoso el
anillo que se abrazaba a uno de sus diez…
Por primera vez sentí la libertad, que no es como la pinta la gente:
como una paloma. En cambio, sí como un
libro, que vive sin consecuencias porque juega con la mirada de quien cree que
juega con sus letras; anestesiando un millón de problemas para alivianar el
alma.
La mujer del 19 es mi
inspiración. La mujer del 19 es
transparencia. La mujer del 19 me tiene
loco. La mujer del 19 me ha dejado una
nota: mañana quiere que le traiga el periódico y que tomemos una taza de libro
y que leamos un café.
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