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domingo, 24 de febrero de 2013

El maestro León y sus clases de amor


El día de la graduación, el Maestro León me dio la lección más bonita que he tenido en estos 47 años. Desde que estábamos en tercero de primaria, casi todos los niños del curso nos sentíamos atraídos por las niñas del colegio del lado. Estudiaba yo en un colegio masculino, pero tan solo una reja llena de arbustos dividía nuestro patio del del colegio contiguo en el que las niñas hacían educación física con unos minúsculos pantaloncitos blancos.

El Maestro León era con quien teníamos más confianza. No enfocaba sus clases de español solamente a enseñarnos las letras sino que nos hablaba de asuntos familiares y personales. Un día, mi gran amigo Gerardo, el que se sabía más jugadas de fútbol, le preguntó que cuándo estaríamos preparados para el amor. El Maestro se rascó la cabeza y dejó escapar una pequeña sonrisa que le borró por un instante los pliegues que tenía encima de la boca; le respondió que todavía no. Solo eso. Un simple “todavía no”. Gerardo volvió a sentarse en su puesto y el Maestro continuó con su clase. Desde ahí, el tema del amor se convirtió en una obsesión para todos. ¿Cuándo estaríamos preparados para el amor? Nadie lo sabía. Incluso en los recreos, en el intermedio de los partidos de fútbol y en el espacio entre clases tocábamos el tema entre nosotros. Julio y David aseguraban que para el amor no había que estar preparado,  que solamente era necesario aprender cosas como dar un beso o hacer los hijos. Sin embargo, el resto del curso creía en las palabras del Maestro León sin discusión alguna.

Cuando estábamos en sexto grado, Gerardo llegó un día con una sonrisa que no podía ocultar. Nos hicimos alrededor de su puesto y le preguntamos el motivo de su felicidad, pero se negó a respondernos. Todos intentábamos sacarle la verdad, pero cada vez parecía menos posible. La clase de ciencias terminó y comenzó la de español. Antes de que el Maestro León iniciara con el tema del día, Gerardo levantó su mano y se paró del puesto. El Maestro le dio la palabra.

- Maestro León, ¿se acuerda usted de Lucía, la niña del colegio del lado a la que le di los poemas que hicimos la clase pasada?

Ahora estoy seguro de que el Maestro León no tenía la más mínima idea, pero su respuesta fue afirmativa.

- Ayer, a la salida, se acercó a mí para decirme que le habían gustado mucho. Cuando nos despedimos, me dio un beso en la mejilla cerca a la boca. Con todo eso, ¿cree que ya estoy preparado para el amor?

El Maestro, como era de costumbre, se rascó la cabeza y sonrió con dulzura.

No, Gerardo. Creo que todavía no estás preparado para el amor.

Todos quedamos estupefactos: ¿cómo era posible que el Maestro le respondiera eso si Gerardo había estado a punto de besarse con una niña? Nadie, ninguno de nosotros había llegado nunca tan lejos. Lo máximo que habíamos hecho era dejarles dulces en la reja, y jamás supimos si los cogían ellas o los jardineros que frecuentaban el sector.

La duda continuó en nuestras cabezas. Estábamos seguros de que el Maestro León era un hombre sensato y estaba listo para el amor. No sabíamos por qué, pero así lo sentíamos. Además, alguien que no estuviera “listo para el amor” no sería capaz de identificar a las personas en su misma condición. Lo habíamos visto coquetear unas cuantas veces con una profesora y una vez, en un bazar de los que se hacían en el colegio, lo descubrimos tomado de la mano de una mujer con una abundante y negra cabellera.

Felipe entró en noveno. Estudiaba antes en un colegio mixto en el que, según él, tenía a todas las niñas enamoradas. Lo cambiaron porque perdió el año, entrar a un colegio masculino fue su castigo. “Eso fue por estar pensando en niñas, de seguro usted todavía no está preparado para el amor”, le dije cuando terminó de contar su historia. Frunció el ceño y me miró. Parecía no entender nada. En el descanso, mientras hacíamos la fila para comprar la comida, le hablé sobre el Maestro León. Felipe se mostró asombrado y confuso, pero terminó soltando una carcajada y diciendo que el Maestro León no sabía nada del amor. Pasaron varias clases y nuestro compañero se atrevió a retar al Maestro. En la mitad de una clase sobre el acento diacrítico, Felipe se paró del puesto:

Maestro León, me gustaría hacerle una pregunta. En el colegio anterior conocí a una mujer. Se llama Marcela y tiene un año más que yo. Me mandaba siempre razones con sus compañeras, por lo que supe que estaba interesada en mí. Después de algunos días, nos besamos, y desde ese momento seguimos haciéndolo a diario.
El Maestro tomó asiento y se cogió la barbilla, que ya estaba adornada con unas cuantas canas. Todos volteamos nuestros puestos para poder mirar a Felipe, que seguía hablando de pie y con mucha seguridad. Continuó:

La semana pasada me invitó a su casa. Sus padres no estaban. En el asiento de la sala comenzamos a besarnos. Yo me sentía raro, pero la experiencia era extremadamente deliciosa. Ella puso su mano entre mis piernas y tomó la mía para ponerla en su pecho, por debajo de la blusa. Empezó a apretar y a soltar, a apretar y a soltar. Yo movía mis dedos y la seguía besando.

Todos nos quedamos inmóviles. En el salón solo se escuchaba la voz de Felipe y el ruido de los ventiladores viejos que colgaban del techo. El Maestro león cruzó la pierna y movió un poco la cabeza. Mi compañero siguió con su relato:

- De repente, Marcela me dijo que fuéramos a su cuarto. Yo la seguí sin titubear, algo muy duro me impedía decirle que no. Me tiró en la cama y se quitó la blusa. Sus pezones rosados actuaron como dos imanes que de inmediato atrajeron mis manos. Empezó a moverse encima de mí  y…

- ¿En qué terminó todo? –interrumpió el Maestro.

- En nada, Maestro. La puerta de entrada sonó y el susto hizo que nos paráramos de inmediato: era la mamá que llegaba de hacer las compras. Nos vestimos con rapidez y yo me salí por la ventana.

Todos nos reímos con un poco de nervios. La historia estaba tan entretenida que ninguno le había imaginado un final tan trágico como ese. Era como escuchar el relato de una película de esas que nuestros papás no nos dejaban ver. Felipe terminó con su intervención:

- Aquí viene mi pregunta, Maestro: ¿cree usted que yo tampoco estoy preparado para el amor? Esto no le pasa a cualquiera… puedo asegurar que ninguno de mis compañeros ha tenido tal experiencia.

- No, Felipe. Tú tampoco estás preparado para el amor.

El Maestro intentó continuar con su clase, pero una lluvia de preguntas de parte nuestra se lo impidió. ¿Por qué Felipe no estaba preparado? ¿Cuándo lo estaríamos entonces? ¿Qué necesitábamos para estarlo? En ese momento, todos nos sentimos molestos con las respuestas del Maestro León.

- Ay, mis muchachos –afirmó mientras se rascaba la cabeza-. No exijan respuestas ahora. No son las respuestas el fin. El aprendizaje está en la búsqueda.

Todos quedamos más confundidos que antes. Con caras de derrota, continuamos con la clase. Felipe se sentó, se metió el lápiz a la boca y apoyó la cara en ambas manos.

En grado décimo tuvimos que abandonar al Maestro León. Ahora era el Licenciado Gordillo quien nos daba las clases de español. “Licenciado” era como su primer nombre. Quien no se lo dijera, tenía que hacer una plana de 200 veces esta palabra. “Es para que aprendan a respetar a los mayores”, decía el Licenciado cada vez que amonestaba a alguno de mis compañeros. Cierto día, Julio se atrevió a llamarlo “Gordillo” dos veces y tuvo que pasar los recreos en el salón durante una semana entera.

Al Maestro León y su tema del amor lo olvidamos un poco. De vez en cuando nos topábamos con él en los pasillos y recibíamos su cordial saludo que se acompañaba de palmaditas en la espalda. Ya casi todos teníamos novias y, muy dentro, sabíamos que estábamos completamente preparados para el amor. A David, curiosamente, nunca le conocimos ninguna enamorada. Años después nos enteramos de que se había ido a vivir con un policía y que, al parecer, era muy feliz.

El día de la graduación, momentos antes de que iniciara la ceremonia, el Maestro León nos citó a todos en el salón en el que habíamos cursado tercero de primaria. No sé si fue con intención o fue una simple casualidad, lo cierto es que ese día se resolvió el misterio. Todos nos sentamos con cuidado en esos pequeños puestos para no arruinar nuestros trajes de gala. Nos tocábamos el cabello constantemente para comprobar que el fijador estuviera perfecto y nos apretábamos con regularidad el nudo de la corbata. El Maestro León se aclaró la garganta e inició su discurso:

- Yo sé cuán importante es este día para todos ustedes. Sé que tienen nervios y que algunos hubieran preferido utilizar este tiempo para cuadrar los últimos detalles. Sin embargo, quise citarlos porque les debo una explicación desde hace nueve años. Esperé ansioso este día, créanme, para dirigirme a ustedes. Ahora sé que son personas más maduras y con un futuro casi que definido. Sé que varios quieren estudiar ingenierías y unos que otros, Medicina.
 
El Maestro León se aclaraba la garganta constantemente. Por un momento, todos olvidamos nuestra apariencia física y nos concentramos en sus palabras:

- Un día de abril, Gerardo me preguntó que si ya estaba preparado para el amor. Yo le respondí que no y estoy seguro de que desde ahí no pudieron dejar de pensar en eso. Pues bien, nueve años después sigo creyendo que ninguno aquí está preparado para el amor, incluido yo.

Nuestra memoria se devolvió nueve años y recorrió rápidamente todo lo que vivimos con el Maestro León. Era casi imposible creer que nos estuviera confesando que él tampoco estaba preparado para el amor. Queríamos entonces, con mucha más ansiedad, seguir escuchando su discurso:

- Antes de conocerlos a ustedes, tuve dos matrimonios fallidos. Creía entonces que por ser ya una persona madura y profesional, podría sobrellevar cualquier inconveniente amoroso. Como pueden verlo, no fue así. Sin embargo, puedo afirmar que amé profundamente a aquellas mujeres. Más adelante, intenté iniciar una relación con la profesora de Ciencias Sociales, pero tampoco sucedió nada. Años más tarde, conocí a una mujer con una abundante y negra cabellera. Pensé que, después de tantos fracasos, con ella todo saldría bien. Tampoco sucedió.

Recordamos entonces a la profesora con la que alguna vez lo habíamos visto coquetear y a la mujer que había llevado al bazar. Nuestros ojos se abrían cada vez más con las palabras del Maestro León. Era como descubrir que los héroes también eran de carne y hueso.

- A pesar de todo esto, me considero una persona feliz. Nunca nadie está preparado para el amor, simplemente porque “preparación” y “amor” no son términos compatibles. Amar es, por el contrario, no rendirse nunca así exista incertidumbre e inseguridad; es darse nuevas oportunidades cuando creemos que todo está perdido; es cometer errores de nuevo así creamos que la experiencia nos librará de ellos. Amar es no estar preparado y vivir cada oportunidad como si fuera la primera y la última.

Esa, como dije en un principio, es la lección más linda que he tenido en mis 47 años de vida. El Maestro León murió ayer y yo asistí a su entierro. Me encontré con algunos compañeros del colegio y nos dimos abrazos fuertes. Quedamos en contacto y, días después, llevamos una placa a la tumba del Maestro que decía así: “aquí yace una persona que, con orgullo, murió sabiendo que no estaba preparada para el amor”.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Mr. Steinway


Por: César Uribe

Cuando Arturito terminó su primer ensayo, la tapa armónica del piano vertical se vino abajo con un estruendoso ruido.  No era de asombrarse, pues el instrumento estaba muy antiguo y desgastado, pero cuando se detuvo el sonido y se aclaró la vista,  el niño observó que había un hombre bastante acomodado allí.  Sin esfuerzo, este fue sacando cada una de las partes de su cuerpo, empezando por las piernas, hasta quedar completamente afuera.  Era impensable que alguien tan alto cupiera en aquel espacio tan estrecho o, también, que llevara tan cómodamente sombrero, saco de terciopelo y calzado italiano en perfectos estados.  A pesar de esto, el hombre no mostró la más mínima queja y por el contrario tomó al niño por los hombros sentándolo nuevamente en la banqueta. 

Duró tres horas afinando el instrumento a la perfección con las herramientas que guardaba dentro de él y después le indicó el primer ejercicio de digitación al niño.  Cuando hubo terminado la clase, se ajustó el sombrero y volvió a entrar en la cavidad del piano.  Tras semejante sorpresa, Arturito se sobó los párpados y volvió a dejar los ojos sumamente abiertos para esperar volver a ver, otra vez, al hombre del piano.

   

sábado, 9 de febrero de 2013

A vos, José Pablo


Por: Lina Uribe

Es difícil sentarse a escribir y sentir que se han acabado las ideas. Debajo de la cama siempre están las de miedo, y en el armario guardo las que me hacen doler el pecho. Pero hoy no quiero escribir ni de monstros ni de amor, no. Hoy quiero escribir una historia distinta.  

Mirame, Pablo, que te estoy hablando. Apagá la estufa que se nos queman los espaguetis y es lo único que tenemos para la comida de esta noche.  Levantate de esa puta cama y hacé algo por mí, por vos, por los dos. Dejame ver, por primera vez en mucho tiempo, que servís para algo distinto a nada.

En este cuarto siempre sudo más de la cuenta. No sé si por el afán, no sé si por la tensión, pero el calor que me da aquí es una cosa muy seria. Se me humedecen hasta las curvitas de las orejas y el intermedio de los dedos del pie, aunque yo me lo aguanto porque tengo que escribir. Tengo que escribir porque las letras son lo único que me amarran a este mundo. Ah, y vos también, Pablo. No me preguntés por qué, porque no tengo ni la más mínima idea.  Si la tuviera, escribiría una historia con ella.

Siempre he admirado a la gente que puede seguir como si nada después de la picadura de un insecto. Y es que claro, para alguien a quien le da fiebre, ronchas y desmayos por el veneno de cualquier animalejo, la gente inmune es toda una heroína, es el eterno become. Vos sos así, Pablo. A vos te puede morder hasta una culebra y no te pasa absolutamente nada.

Cuando te conocí, hasta me invitabas a comer algunos sábados de vez en mes. Me decías que cocinabas, pero yo siempre supe que pedías en el restaurante de la vuelta. Yo te creía porque quería creerte, era un acto puro de amor. Hoy ya ni pedís ni cocinás. Hoy simplemente estás. Hoy solo respirás.

A veces me pregunto dónde están todas las personas en las que se inspiraron esos grandes escritores. Si hay alguna por ahí, que venga que yo le pago. Vos no, Pablo. Vos no estás para esas vainas. Cuando me inspiro en vos termino escribiendo cosas que la gente abandona casi siempre en el primer párrafo, estoy completamente segura de eso. Cuando pienso en vos se me hace agua la boca, pero el agua daña el papel y borra la tinta. Por eso no me servís. Vos sos solamente un osito de goma que me sirve de placebo cuando pongo el punto final.

Una historia distinta debe estar en cualquier parte. Podría escribir sobre, no sé, un hombre que se fue de su casa y encontró la libertad, o sobre un reloj que perdió la paciencia cuando intentaba, él solo, darse cuerda. Pero este no es mi día. Esta no es mi hora ni este es mi momento. Los espaguetis, Pablo. Te dije que apagaras la estufa para que no se nos quemaran.

Es difícil sentarse a escribir y sentir que se han acabado las ideas, pero es más difícil aún darte cuenta de que no podés crear una historia distinta porque vivís en un armario que está debajo de una cama, en un cuarto lleno de insectos venenosos que te impiden salir a conocer el mundo y con con un man que existe únicamente en tu cabeza. 

miércoles, 6 de febrero de 2013

La mujer del 19

Por: César Uribe

¿Has visto a una mujer echarse sus ungüentos?  Qué gracia tan divina la que he tenido que presenciar cuando a pleno día y por la puerta pasar, desapercibido, he visto lo siguiente. Créame, no es cuento.

Yo que iba volando como de costumbre a través del pasillo angosto que desemboca a un millón de alcobas (o quizá un millón de alcobas desemboquen en el pasillo), tan sereno yo, como de costumbre, sin preocupación, pues la mañana no es tan trágica como la noche por ya saben qué cosas: la oscuridad, la magia…  De repente iba por el cuarto 19 y al mirar con el rabo del ojo hacia un lado, desperdigando miradas como quien se distrae, me encuentro con una bella dama que a primera vista lo dice todo y que se encuentra, igual de serena, masajeando las orejas de una taza de café.

Sin duda yo, tan modesto, intrinqué por entre aquella ranura que nos dividía, sin bastar un minuto de asombrarme. Será por el tiempo, pues es verano. Estaba esta mujer con los ojos metidos en la primera página de un diario que no me interesa, leyendo una noticia sobre productos cosméticos.  Supondrá el lector que presumo por mi exagerada intuición y que le miento, pero no.  Usted mismo puede hacer la prueba: deje una revista de cosmética sobre la mesita de noche de su tía, anónima, y visualícela cuando abra la primera página, quizás unas después.  Por reflejo, subirá las manos desde la altura de su ombligo hasta los dobleces de piel que se han abierto, aledaños a sus párpados.  Ahhh, ahora sí, dígame mentiroso.

Esa mañana era fresca y el café estaba caliente y caliente estaba mi sangre, sin el mínimo deseo de ser descubierto delante de tal acontecimiento que me traía tanta curiosidad, más que morbosidad.  La dama dejó el periódico sobre la mesa redonda del comedor y se volvió de espaldas de tal forma que al bajarse la bata pudiera observarse las líneas que caían como cataratas por su espalda y que desembocarían en dos grandes y perfectos glúteos, que eran más bellos cuando, además de ser bañados por el agua invisible que recorría su espalda, se bañaban de los últimos ríos de sombra que aún agonizaban con la llegada de la luz del día.  Era esa mujer una joven, que aún podría parir malos pensamientos en las mentes de los otros, y, como si fuera poco, que no le bastaba con dejar su cuerpo al desnudo, sino que le fascinaba acariciar cada parte de él como revisando que la noche criminal no hubiera saqueado de aquél ni un solo tesoro.  Así, bajaba diez a las piernas, y subía diez por la cintura.  Y con cinco almohadillaba una nalga mientras completaba los diez en su seno.

Si me permite describirle, le diría que no era una mujer perfecta.  Sin embargo era cautivadora y asombrosa.  Esbelta.  Irrevocablemente la mujer más etérea para quien ve una en la mañana.  Sin algún tipo de maquillaje que le llegara en cajitas de cartón rellenas de dientes de icopor de Nueva York, o cualquier otra cosa que distrajera la vista.
Parada en medio de un cuarto diáfano estaba tan simple y tan desnuda como un cristal.  Tenía piernas largas como su cabello y la cintura similar a la de una copa de vino.  Parecía tan liviana, que -acérquese, amigo lector- si usted la viera sabría cómo es una mujer que no carga culpas ni remordimientos.  Que es tan volátil como una hoja de papel, o, mejor aún, la de un árbol, por su columna vertebral.

Y pasé una hora, que parecieron miles, viendo cómo se paseaba cada yema por cada poro desprevenida de que en cualquier momento fuera encontrada en tal situación.  Le iban y le venían los cabellos castaños e iban retorciéndose como si fueran prendidos de sus bracitos mientras daban vuelticas locas, felices.

Al principio pensé que estaba delirando, pero cuando aquella mujer se perdió de mi vista - supongo que el agua tibia la aguardaba-  caí de golpe otra vez a mi realidad.  Hombre, es que ver a esa mujer era como si tu propia sombra te tocara, pero sin dolor ni depresión.  Solamente ensimismándote, o ensimismándola, o como se diga.

Tuve tan solo un minuto para respirar y disparar mis ideas tan rápido como pude porque la mujer volvió más húmeda que antes, más airosa. De tal forma que pude ver su rostro fresco y liviano, pero hermoso.  Aunque, realmente, me quedé absorto cuando vi su cuerpo envuelto en una seda que se asía muy bien a sus limitantes curvas.  Allí, y solo allí, supe que la mujer es más bella cuando está húmeda y  por eso los navales trajeron las historias de las sirenas, que sencillamente eran mujeres que nadaban mar adentro y sabían encantar a los navegantes.  Por eso un vaso de agua es más atractivo cuando está frío y suda por los poros de su transparencia.

Venga  -acérquese de nuevo-, ¿a usted le parece que está malo?  Lo de observar a una mujer por entre la ranura de su puerta cuando no lo sabe no, necio.  Lo de rellenar las cajas de cartón con millares de dientes de icopor que luego para nada serán de buen uso.  Yo pienso que sería mejor utilizar aquel plástico ampollado con bombitas de aire porque, por lo menos, sirve para quitarle el estrés a mi abuela o entretener a los sobrinos cuando vienen de visita.

Usted va a ser ahora mismo el primero en darse cuenta de que me parece que el vicio más estéril que tiene una mujer, luego de bañarse y salir solo envuelta por su piel y por un algún manto de seda bendito, es acostarse empapada sobre la cama, boca arriba, a pensar en la ropa que va a usar (de acuerdo al clima, al color del día, al estado de ánimo, a la revista de moda o al calor del día), en vez de dejar evaporar la humedad de su cabello a medida que se prueban la ropa, una y otra vez, hasta encontrar lo que les luce mejor, y  no dejando perder  la esperanza de un hombre por ver la mancha expansiva que se hace en su blusa cuando aún tienen el cabello mojado.

¡Nada más emocionante que ver eso!

De todas formas, no fue el caso de esta mujer.  Apenas salió de la ducha, dejó a un lado la toalla y se apresuró a pararse detrás de la puerta del closet.  Afortunadamente del lado contario en que yo estaba, para imaginármela desnuda y saberla deliciosa. Sin embargo, tan rápido como ninguna otra de su especie, abandonó aquella esquina escondida y dejó ver su cuerpo todavía sin ropa que exhalaba un aroma a frutos rojos, tan rojos como sus labios: el peor error de la naturaleza…

Fue así como reparé de nuevo en cada parte de su cuerpo y saqué la conclusión de que no había tenido un encuentro furtivo con alguien en el baño, de tal forma que estaba completamente como la encontré el último segundo antes de no verla.  Se acercó al tocador y, con la sutileza del viento para deslizarse en las alas de la mariposa, agarró un gran tarro que decía: “Corporal, humecta y suaviza”.
-¡Pero cómo!, ¿era posible más suavidad en aquel dulce abrigo?-

Solo sé que frotó el producto entre sus diez y los esparció por cada rincón de mis ojos sobre su cuerpo.
                                                       
…….

Ya usted se lo imaginó todo.  Yo simplemente era ojos: por ellos respiraba, por ellos tragaba, por ellos tosía.  Por ellos vivía.  Podría haber mil personas alrededor nuestro, pero yo me sentía cada vez más solo con ella.  Tanto así que si aquella mujer hubiera caído en la cuenta de mi presencia, yo continuaría sumergido en un inmenso paroxismo.  Eso sí, nunca tuve impulsos de interrumpirla, es decir, de entrar sin permiso.  A su habitación, por supuesto, porque a su más íntimo escondite, que es el alma, ya había entrado y salido como un común transeúnte.  El único que paseaba por entre sus calles y sus luces.

De modo que estuve hasta el momento en que agarró su bolsa y salió empedernida con un cigarro sin filtro en la mano.  Justas manos y hermoso el anillo que se abrazaba a uno de sus diez…  Por primera vez sentí la libertad, que no es como la pinta la gente: como una paloma.  En cambio, sí como un libro, que vive sin consecuencias porque juega con la mirada de quien cree que juega con sus letras; anestesiando un millón de problemas para alivianar el alma.

La mujer del 19 es mi inspiración.  La mujer del 19 es transparencia.  La mujer del 19 me tiene loco.  La mujer del 19 me ha dejado una nota: mañana quiere que le traiga el periódico y que tomemos una taza de libro y que leamos un café.

sábado, 2 de febrero de 2013

Amor invisible

Por: Lina Uribe

El día del cumpleaños de la niña que le gustaba, Pablito rompió la alcancía y se dio cuenta de que no tenía las monedas suficientes para compararle una flor. Decidió entonces arrancar una hoja de su cuaderno y empacarle un beso. La niña recibió el papel y, con arrogancia, al ver que no tenía nada escrito, lo hizo una bola y se lo echó al bolsillo de la blusa del uniforme. Pablito dejó escapar una sonrisita porque sintió que ahora estaba más cerca de su corazón.