Por: César Uribe
Yacía sobre el pasto afilado
hacía un largo rato. La tarde de la primavera
lo hacía mirar hacia arriba como absorto, sin un punto fijo en el cual
detenerse. Estaba solo, tremendamente
solo, de tal forma que no se sentía ni el viento en sus mejillas como otras
veces, cuando estas tenían un color rosadito claro. El campo estaba lleno de espacio, libre de
casas, personas y objetos. En la
superficie había un río corto y silencioso, que estaba rodeado de un sinfín de
hongos y florecitas que notó en el último instante. No tenía un aspecto muy agradable, menos
cuando las sombras comenzaron a tomarse la montaña y arriba se iba contemplando
un rayo de luz enorme que se dispersaba sobre el mar.
Se puso de pie y caminó rápido.
Luego corrió en una leve pendiente que lo llevaba hacia la cima de la montaña,
no muy alejada de donde él estaba.
Agitado, con goticas de sudor en sus sienes y goticas saladas entre sus
ojos, continuó recto en su camino y con movimientos cada vez más bruscos iba
agotando sus últimas energías. Sin
embargo, guardaba la certeza de verla a ella donde siempre, por encima del Faro;
un lugar muy solitario, demasiado, tanto que traía extrañas epifanías por las
cuales nadie deseaba acercarse a él.
Pero su decisión era más fuerte que su miedo, pues no la perdería ni un
segundo más, ni uno solo.
Ya con la cara pegada al suelo y
los pies arrastrados logró, por fin, encumbrarse. Apenas cuando pudo levantar el rostro ya se
veía allí. Tan dulce y fresca. Quiso preguntarle que si lo extrañaba, pero
sabía lo indiferente que era, más cuando estaba llena, despampanante y sacaba
sonrisas.
Luna le traía buenos recuerdos. Aquellos que no regresarían jamás, por más
que lo intentara que se lo propusiera. Sabía que de alguna forma le jugaría un plan
para escaparse y no verlo hasta un tiempo después, y que regresaría como si
nada, como si todo. No, no podría
soportarlo. Mucho había sufrido ya así
que sacó un reloj de bolsillo, doradito por toda su superficie y con un cristal
finísimo a través del cual penetraba la
mirada y dejaba observar una hora redonda y sagrada. No lo contempló más y lo tiró fuerte contra
el pasto. Como si fuera un milagro no se
desprendió ni una sola pieza ni se rayó tan solo un poco. Así que aplastó la planta del pie por dentro
del zapato sobre este y lo siguió haciendo hasta que escuchó un crujido y el
reloj perdió la forma. Sí. Ya lo tenía. Nunca más podría separarse de su amor, antes
platónico, que le daba vida y motivos para ser.
Se recostó de nuevo sobre el
pasto y, con la cabeza sobre los brazos cruzados, durmió, profundamente toda
una eternidad. El Sol no vendría más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario