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miércoles, 30 de enero de 2013

El reloj

Por: César Uribe

Yacía sobre el pasto afilado hacía un largo rato.  La tarde de la primavera lo hacía mirar hacia arriba como absorto, sin un punto fijo en el cual detenerse.  Estaba solo, tremendamente solo, de tal forma que no se sentía ni el viento en sus mejillas como otras veces, cuando estas tenían un color rosadito claro.  El campo estaba lleno de espacio, libre de casas, personas y objetos.  En la superficie había un río corto y silencioso, que estaba rodeado de un sinfín de hongos y florecitas que notó en el último instante.  No tenía un aspecto muy agradable, menos cuando las sombras comenzaron a tomarse la montaña y arriba se iba contemplando un rayo de luz enorme que se dispersaba sobre el mar. 

Se puso de pie y caminó rápido. Luego corrió en una leve pendiente que lo llevaba hacia la cima de la montaña, no muy alejada de donde él estaba.  Agitado, con goticas de sudor en sus sienes y goticas saladas entre sus ojos, continuó recto en su camino y con movimientos cada vez más bruscos iba agotando sus últimas energías.  Sin embargo, guardaba la certeza de verla a ella donde siempre, por encima del Faro; un lugar muy solitario, demasiado, tanto que traía extrañas epifanías por las cuales nadie deseaba acercarse a él.  Pero su decisión era más fuerte que su miedo, pues no la perdería ni un segundo más, ni uno solo. 

Ya con la cara pegada al suelo y los pies arrastrados logró, por fin, encumbrarse.  Apenas cuando pudo levantar el rostro ya se veía allí.   Tan dulce y fresca.  Quiso preguntarle que si lo extrañaba, pero sabía lo indiferente que era, más cuando estaba llena, despampanante y sacaba sonrisas. 

Luna le traía buenos recuerdos.  Aquellos que no regresarían jamás, por más que lo intentara que  se lo propusiera.  Sabía que de alguna forma le jugaría un plan para escaparse y no verlo hasta un tiempo después, y que regresaría como si nada, como si todo.  No, no podría soportarlo.  Mucho había sufrido ya así que sacó un reloj de bolsillo, doradito por toda su superficie y con un cristal finísimo a través  del cual penetraba la mirada y dejaba observar una hora redonda y sagrada.  No lo contempló más y lo tiró fuerte contra el pasto.  Como si fuera un milagro no se desprendió ni una sola pieza ni se rayó tan solo un poco.  Así que aplastó la planta del pie por dentro del zapato sobre este y lo siguió haciendo hasta que escuchó un crujido y el reloj perdió la forma.  Sí.  Ya lo tenía.  Nunca más podría separarse de su amor, antes platónico, que le daba vida y motivos para ser. 

Se recostó de nuevo sobre el pasto y, con la cabeza sobre los brazos cruzados, durmió, profundamente toda una eternidad.  El Sol no vendría más. 

sábado, 26 de enero de 2013

Muertrospección

Por: Lina Uribe


Lo único que vi cuando abrí mis ojos fue el espejo de cobre que siempre había estado frente a la cama. No me podía mover. Sentía todo el cuerpo entumecido. Algunos minutos después, pude comenzar a flexionar mis dedos, luego los codos y luego las rodillas. Me paré. El frío del suelo en las plantas de mis pies activó de nuevo cada uno de mis nervios. Me asomé por la ventana y vi el jardín de siempre, con las flores marchitas de siempre. El deterioro de mi piel me confirmaba el paso del tiempo. De nuevo, había estado sumergida en un sueño profundo y tranquilo durante varios meses.

Los últimos años de mi vida los había pasado bajo el efecto de los sedantes. ¡Claro!, así no perturbaría las tardes de té de mamá con mis gritos desesperados, ni papá se avergonzaría delante de sus clientes por tener una hija loca, como él me lo repetía siempre. Me acosté de nuevo en la cama y volteé mi reloj de arena. Esperaría. Sí. Esperaría.

Sabía que pronto volverían a aparecer todas esas personas en mi mente que me pedían cosas que yo no podía darles, y que yo les decía que se fueran, que me dejaran en paz, pero ellas no me hacían caso y me decían que yo era una niña buena y que debía hacer lo que ellas querían entonces yo gritaba y nadie me escuchaba porque los gritos se quedaban en mi garganta y cerraba los ojos fuertemente para ahogar a todas las personitas pero ellas se reían y me señalaban con sus dedos para que yo me sintiera mal entonces yo lloraba pero no me salían las lágrimas y ellas gritaban dentro de mi cabeza y yo les decía que se callaran, que ya no más, pero ellas gritaban más fuerte y yo gritaba con ellas entonces abría la puerta y entraban más personitas que se me metían por las orejas y gritaban con más ganas y me lastimaban entonces yo corría para que se fueran pero esto las divertía y se reían a carcajadas hasta que una pequeña varita penetraba mi brazo y me llenaba de un líquido donde todas las personitas se ahogaban y ahora sí yo era tranquila y cerraba los ojos y adiós a todos y a todas.

Cuando cayó el último grano de arena en mi reloj, la chapa de la puerta dio un giro inesperado. Sentí que mis pupilas fueron más grandes y negras que siempre, pero aún no veía a entrar a nadie. De repente, un niño puso sus piececitos en el piso helado de mi habitación y volvió a cerrar la puerta con seguro. El rojo de sus labios contrastaba perfectamente con sus rizos dorados y su piel blanca. Era muy pequeño, pero el azul profundo de sus ojos me mostraba la eternidad.

-Por fin despiertas, te he estado esperando.

Yo no sabía qué decirle. Mi lengua parecía haberse convertido en un pedazo de hielo. Tomó mi mano y mi frente fue testigo de la tibieza de sus labios. Me apretó la muñeca y me invitó a pararme: quería que lo acompañara a dar un paseo. Yo no pude moverme. Él se paró, cerró la ventana y, de inmediato, decenas de moscas se estrellaron contra el vidrio, era como si todas vinieran hacia mí, hacia nosotros, pero el cristal se hubiera interpuesto en aquella inmunda carrera.

Empezamos a hablar. Su nombre tenía una “a” menos que el mío y ambos les temíamos a las películas de terror. Tampoco quería ver a sus padres y también se comía las uñas. Cuando se reía, el espacio de su diente ausente me permitía verlo por dentro. Yo, en ese momento, ya no sabía sí todo lo que sucedía era real o era otra de las bromas que me jugaba la mente. De hecho todavía no lo sé, pero no importa, porque tampoco me interesa saberlo. Me invitaba constantemente a que saliéramos del cuarto y recorriéramos los pasillos de mi casa, después de ahí podíamos ir al jardín y abrirle la puerta al aroma de las flores marchitas. Siempre le decía que no y él se reía como un corderillo antes de continuar con sus entretenidas historias. Me acariciaba el rostro y peinaba mis cejas. Sus deditos rosados recorrían mis mejillas y yo sonreía sin motivo alguno.

Volvió a caer el último grano de arena de mi reloj y esta vez el pequeño me paró de un tirón. No entendía su prisa y no quería entenderla. Fue ahí cuando pude detallarle su ropita: llevaba una pequeña camisa azul de rayas que dejaba descubierta una parte de su estómago y un pantalón café que lo cubría solo hasta las rodillas. Sus pies estaban desnudos. Cruzamos el umbral y nuestro viaje comenzó.

Corrimos, saltamos y comimos hasta que nuestros estómagos lo permitieron. No sabía dónde estábamos. Cuando quise saberlo, no pude; y cuando pude saberlo, no quise. Nos gustaban los mismos juegos y nos agitábamos igual de rápido. Cazamos insectos y les construimos guaridas, recogimos palomos y se los devolvimos al viento, que de vez en cuando se adueñaba de nuestros cabellos y los revolcaba sin compasión. La brisa helada erizaba nuestras pieles y él solo reía como corderillo, mientras se frotaba los brazos con sus manitos de miel.

Fue de noche y quise volver a casa. Papá y mamá ya deberían haber notado mi ausencia y me estarían buscando en cada rincón del mundo. El pequeño me decía que no y sacaba chupetas de sus bolsillitos, con las que conseguía que yo cambiara de opinión. Me decía que el viaje no terminaba en casa, no. Nuestro destino era otro y solo él lo conocía, solo de su mano podría llegar hasta allá. Sin embargo, fue tanta mi insistencia que él accedió a que tomáramos el camino de regreso. Nos vinimos cantando y riendo, pero ya me voy a callar porque no puedo hacer tanto ruido al entrar.

La sala está vacía y no sé dónde están mis papás. En el cuarto, quizás. No, aquí no hay nadie. Escucho sollozos que provienen del segundo piso. Las plantas de mis pies no hacen ruido en el suelo, así está mejor. La puerta de mi cuarto está entreabierta y juro haberla dejado cerrada. A ver, debo ser cuidadosa. Miro por la rendija y encuentro el origen de los llantos. Entro y me doy cuenta de que es a mí a quien lloran, pero no entiendo por qué estoy tendida en la cama con los labios pálidos y los ojos cerrados.

-Estoy aquí, papá. Mírame, soy yo quien te habla, soy yo quien te toca. Papá, ¿no me escuchas, papá? Atiéndeme, papi. No me llores, no grites más. No, no. No digas eso que yo no quiero que te mueras, no ahora. ¿Papá?

En la puerta está el pequeño esperándome y me hace señas de que me vaya con él. No puedo hacer más que salir y dejarlos ahí, dejarnos ahí. Lo último que escucho es que alguien dice que mi sistema nervioso no pudo resistir todos los sedantes y colapsó esa tarde. Entiendo entonces que mi cuerpo y yo ya somos algo distinto, y que solo aquel niño puede verme y sentirme. Pasé una tarde con la muerte, una muerte tan dulce y divertida como nadie puede imaginársela. Ahora debo irme con ella, debo dejarlos y dejarme tendida en una cama donde está mi cuerpo que tiene mi cabeza donde esas miles de personitas me decían que yo era una niña buena y que debía hacer lo que ellas me pedían.

miércoles, 23 de enero de 2013

Ficcionarios

Por: César Uribe

Escribir es otra forma de identidad. Como el jardinero encuentra su amor en las flores; como el cantante, en las canciones. Es algo que se apodera tanto de alguien que sin saberlo ya no forma parte de su mundo, sino que es su mundo. Fue así como nos encontramos, dos jóvenes escritores con otros lazos que nos unen, pero el más fuerte, las palabras, y que deseamos experimentar en este mundo o simplemente escribir para no tener que hablar. Tratar de sobrellevar la vida, apresurados pero despacio, por querer vivir mucho pero no todo. La Ficción es nuestro idioma y queremos compartirlo con todos los que quieran ser compartidos de esto. No esperamos más. 

Que este blog sea un lugar para soñar, para inspirarse, para reír, para cantar, para imaginar, para dormir despierto, para correr… Las palabras, como lo dijo Cabral, “no son de aquí ni son de allá”, porque ciertamente no se preocupan por ser sino por estar. Así que aquí encontrarán un buen refugio para saltar por un abismo o imaginarse en su mejor escenario.