Por: Lina Uribe
Lo único que vi cuando abrí mis ojos fue el espejo de cobre que
siempre había estado frente a la cama. No me podía mover. Sentía todo el cuerpo
entumecido. Algunos minutos después, pude comenzar a flexionar mis dedos, luego
los codos y luego las rodillas. Me paré. El frío del suelo en las plantas de
mis pies activó de nuevo cada uno de mis nervios. Me asomé por la ventana y vi
el jardín de siempre, con las flores marchitas de siempre. El deterioro de mi
piel me confirmaba el paso del tiempo. De nuevo, había estado sumergida en un
sueño profundo y tranquilo durante varios meses.
Los últimos años de mi vida los había pasado bajo el efecto de los
sedantes. ¡Claro!, así no perturbaría las tardes de té de mamá con mis gritos
desesperados, ni papá se avergonzaría delante de sus clientes por tener una
hija loca, como él me lo repetía siempre. Me acosté de nuevo en la cama y
volteé mi reloj de arena. Esperaría. Sí. Esperaría.
Sabía que pronto volverían a aparecer todas esas personas en mi
mente que me pedían cosas que yo no podía darles, y que yo les decía que se
fueran, que me dejaran en paz, pero ellas no me hacían caso y me decían que yo
era una niña buena y que debía hacer lo que ellas querían entonces yo gritaba y
nadie me escuchaba porque los gritos se quedaban en mi garganta y cerraba los
ojos fuertemente para ahogar a todas las personitas pero ellas se reían y me
señalaban con sus dedos para que yo me sintiera mal entonces yo lloraba pero no
me salían las lágrimas y ellas gritaban dentro de mi cabeza y yo les decía que
se callaran, que ya no más, pero ellas gritaban más fuerte y yo gritaba con
ellas entonces abría la puerta y entraban más personitas que se me metían por
las orejas y gritaban con más ganas y me lastimaban entonces yo corría para que
se fueran pero esto las divertía y se reían a carcajadas hasta que una pequeña
varita penetraba mi brazo y me llenaba de un líquido donde todas las personitas
se ahogaban y ahora sí yo era tranquila y cerraba los ojos y adiós a todos y a
todas.
Cuando cayó el último grano de arena en mi reloj, la chapa de la
puerta dio un giro inesperado. Sentí que mis pupilas fueron más grandes y
negras que siempre, pero aún no veía a entrar a nadie. De repente, un niño puso
sus piececitos en el piso helado de mi habitación y volvió a cerrar la puerta
con seguro. El rojo de sus labios contrastaba perfectamente con sus rizos
dorados y su piel blanca. Era muy pequeño, pero el azul profundo de sus ojos me
mostraba la eternidad.
-Por fin despiertas, te he estado esperando.
Yo no sabía qué decirle. Mi lengua parecía haberse convertido en
un pedazo de hielo. Tomó mi mano y mi frente fue testigo de la tibieza de sus
labios. Me apretó la muñeca y me invitó a pararme: quería que lo acompañara a
dar un paseo. Yo no pude moverme. Él se paró, cerró la ventana y, de inmediato,
decenas de moscas se estrellaron contra el vidrio, era como si todas vinieran
hacia mí, hacia nosotros, pero el cristal se hubiera interpuesto en aquella
inmunda carrera.
Empezamos a hablar. Su nombre tenía una “a” menos que el mío y
ambos les temíamos a las películas de terror. Tampoco quería ver a sus padres y
también se comía las uñas. Cuando se reía, el espacio de su diente ausente me
permitía verlo por dentro. Yo, en ese momento, ya no sabía sí todo lo que
sucedía era real o era otra de las bromas que me jugaba la mente. De hecho
todavía no lo sé, pero no importa, porque tampoco me interesa saberlo. Me
invitaba constantemente a que saliéramos del cuarto y recorriéramos los
pasillos de mi casa, después de ahí podíamos ir al jardín y abrirle la puerta
al aroma de las flores marchitas. Siempre le decía que no y él se reía como un
corderillo antes de continuar con sus entretenidas historias. Me acariciaba el
rostro y peinaba mis cejas. Sus deditos rosados recorrían mis mejillas y yo
sonreía sin motivo alguno.
Volvió a caer el último grano de arena de mi reloj y esta vez el
pequeño me paró de un tirón. No entendía su prisa y no quería entenderla. Fue ahí
cuando pude detallarle su ropita: llevaba una pequeña camisa azul de rayas que
dejaba descubierta una parte de su estómago y un pantalón café que lo cubría
solo hasta las rodillas. Sus pies estaban desnudos. Cruzamos el umbral y
nuestro viaje comenzó.
Corrimos, saltamos y comimos hasta que nuestros estómagos lo
permitieron. No sabía dónde estábamos. Cuando quise saberlo, no pude; y cuando
pude saberlo, no quise. Nos gustaban los mismos juegos y nos agitábamos igual
de rápido. Cazamos insectos y les construimos guaridas, recogimos palomos y se
los devolvimos al viento, que de vez en cuando se adueñaba de nuestros cabellos
y los revolcaba sin compasión. La brisa helada erizaba nuestras pieles y él
solo reía como corderillo, mientras se frotaba los brazos con sus manitos de
miel.
Fue de noche y quise volver a casa. Papá y mamá ya deberían haber
notado mi ausencia y me estarían buscando en cada rincón del mundo. El pequeño
me decía que no y sacaba chupetas de sus bolsillitos, con las que conseguía que
yo cambiara de opinión. Me decía que el viaje no terminaba en casa, no. Nuestro
destino era otro y solo él lo conocía, solo de su mano podría llegar hasta
allá. Sin embargo, fue tanta mi insistencia que él accedió a que tomáramos el
camino de regreso. Nos vinimos cantando y riendo, pero ya me voy a callar
porque no puedo hacer tanto ruido al entrar.
La sala está vacía y no sé dónde están mis papás. En el cuarto,
quizás. No, aquí no hay nadie. Escucho sollozos que provienen del segundo piso.
Las plantas de mis pies no hacen ruido en el suelo, así está mejor. La puerta
de mi cuarto está entreabierta y juro haberla dejado cerrada. A ver, debo ser
cuidadosa. Miro por la rendija y encuentro el origen de los llantos. Entro y me
doy cuenta de que es a mí a quien lloran, pero no entiendo por qué estoy
tendida en la cama con los labios pálidos y los ojos cerrados.
-Estoy aquí, papá. Mírame, soy yo quien te habla, soy yo quien te
toca. Papá, ¿no me escuchas, papá? Atiéndeme, papi. No me llores, no grites
más. No, no. No digas eso que yo no quiero que te mueras, no ahora. ¿Papá?
En la puerta está el pequeño esperándome y me hace señas de que me
vaya con él. No puedo hacer más que salir y dejarlos ahí, dejarnos ahí. Lo
último que escucho es que alguien dice que mi sistema nervioso no pudo resistir
todos los sedantes y colapsó esa tarde. Entiendo entonces que mi cuerpo y yo ya
somos algo distinto, y que solo aquel niño puede verme y sentirme. Pasé una
tarde con la muerte, una muerte tan dulce y divertida como nadie puede
imaginársela. Ahora debo irme con ella, debo dejarlos y dejarme tendida en una
cama donde está mi cuerpo que tiene mi cabeza donde esas miles de personitas me
decían que yo era una niña buena y que debía hacer lo que ellas me pedían.