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sábado, 23 de marzo de 2013

La lección

El día en el que a Angelita se le cayó su primer diente, aprendió dos grandes cosas: la primera, que la sangre sabe a llaves; la segunda, que las cosas duras hay que morderlas con las muelas de atrás.

sábado, 16 de marzo de 2013

LA PAZ

Por: César Uribe
 
Es un cementerio verde,
cobijado de sueños frustrados
resuelto a dejar en el pasado
a los que lucharon en contra de la muerte.
 
Es una calavera tétrica,
que se humilla y se desprecia;
que en vano armoniza la guerra,
que en vano busca la iglesia
 
Es una vela blanca,
que apagó una paloma
al notar que de su pecho
pálido y estrecho,
la sangre se asoma.
 
Es un violín de roca,
sumamente desgastado,
que al ver que nadie lo toca
se aparta hacia un lado
 
Es el canto del cancionero
flotando sobre higuerones
que sin el coronar de peones,
se durmió en un sonajero.
 
 
Es el rezo de los infelices;
la pianola de la letras
las cruces de la montaña
telarañosas por la senil araña,
y entre los ríos, grietas
 
Es el sonido taciturno,
de las almas aferradas,
bañadas por mil anzuelos,
caras lívidas mas no maltratadas
 
Siempre que se arrastra una hilera lamentos,
cual jauría perenne de quimeras,
destrozadas más tarde por el viento,
no olvides, ¡No olvides¡, en ningún momento,
que lo que cae de los árboles en primavera,
es la última hoja que no probó el intento.
 

sábado, 9 de marzo de 2013

LA BATALLA

Por: César Uribe

La guerra fue declarada.  Un ejército invencible daba paso tras paso hacia el campo mientras las nubes del cielo salpicaban de negro la atmósfera, impidiendo divisar estrellas en la alta vista, donde no alcazaba a danzar el aire.  Vestidos de pies a cabeza con armaduras oxidadas se movilizaban hacia el encuentro.  Por entre las viseras solo estaba la sombra del terror.  No era la primera vez que la oscuridad daba la cara para confabular las estrategias por el ejército planeadas que, al igual que la noche, guardaban turbias intenciones.  Millas atrás,  como las agujas de un reloj, se escuchaban tropezar la tierra los pasos firmes y en el viento, libremente,  cada natural aleteo dejando a su movimiento ecos huérfanos. 

El capitán avanzaba sin piedad de sobrepasar los límites de la letal agonía si fuera necesario morir para vencer.  No llevaba en su mente otro plan alterno a ganar.  Con mucho orgullo y silencio, no compartía ideales por simple egoísmo de quedar olvidado en el pasado, en la historia si su energía iba dirigida a demandar acciones de guerra.   Tampoco pensaba dos veces antes de actuar.  El cuerpo, más fuerte que la mente, le impedía esconder su sed de vengadora perseverancia, que distribuía por medio de gritos a sus subordinados como venas por donde viaja odio y rencor infundido desde la víspera del nacimiento. 

Un largo recorrido trajo al enemigo enredado en el camino: un gigante de cuerpo y alma, tan valiente como el ejército y dispuesto a defender su virtud de peleador.  Solamente contaba con una dificultad: estaba dormido, vagabundo dentro de los sueños y no advirtió la llegada de la vil tropa.

Mientras seguía embelesado por el sueño y se ceñía más a las formas de sus brazos para acolchonarse, el ejército había llegado a interrumpirle el sueño.  “Guerraaa”, dijo con el más estrepitoso estruendo el primero de los atacantes.  A este le siguió la algarabía liada a palabras escupidas desde lo más hondo de las blandas carnes.  Con filos de navajas vírgenes se estremecieron las cándidas olas del viento dando así vahos de miedo y terror.  La luna seguía tan callada y tan trémula como desde el comienzo, solo que, sin ser percibida, había adelantado un trozo del camino.  Los árboles, bien amigados con la bestia, suscitaron lloriqueos dejando caer las hojas de sus largas ramas y abriendo paso a caudalosos llantos. 

En tanto los peones atacaban, el capitán se sentía furioso por tan sorda respuesta a sus sentimientos de ira.  No le cabían en la cabeza razones que mantuvieran firmes sus acciones, no obstante, no hizo nada para detenerlas.  Así como cuando los seres sabemos que estamos haciendo el mal, pero, posibilitados, no movemos montañas para remediarlo.

La bestia se movía con cegadora velocidad, consciente de que era molestada por criaturas que sus ojos no veían.  Fallidos intentos de despertarse.  Las serpientes del sueño enredaron cada una de las dimensiones de su cuerpo para persuadirlo de sus acciones y hacer más fuertes sus ganas de revivir, pero, al mismo tiempo, depurarlas para hacerlo sentir un esclavo más de la memoria, del poder de la mente, su propia mente. 

Un disparo del cielo lo desentabló del sueño hondo y oscuro.  Las montañas se abrieron paso para traerlo de nuevo a lo que sería la realidad.  Sintió su cuerpo herido, picazones y grandes hinchazones causadas por los enemigos que aún seguían presentes, escondidos entre cortinas de silencio y tinieblas.  Cuando retomó la capacidad del movimiento pudo bajar los pies de la cama, prender la luz, aplicarse repelente, sacudir por entre las persianas con el primer trapo que encontró, matar uno que otro zancudo y volver de nuevo a su sueño perdido, después de primero arroparse con un telón de seda gruesa.  Así pudo deshacerse de las incómodas molestias que le producían estos insectos que a diario se aprovechaban de su dulce sangre y del vasto cansancio que lo acogía cuando llegaba la noche para atacarlo.

Todos somos propios esclavos de nuestras mentes, pero nuestro corazón es igual de fuerte que nuestra propia existencia.

domingo, 3 de marzo de 2013

Milagros

En la clase de Artes, la maestra pidió a todos los niños que hicieran una obra cualquiera. Nicolás hizo un corazón para regalárelo a su mamá; Laurita hizo un barco de papel para pasear al hamster que tenía como mascota; Julián, el niño más callado del curso, hizo un avioncito de papel que le traería el amor. Aunque sus compañeritos se le burlaron, él lo echó a volar por la ventana del salón. Al día siguiente, todos los medios de comunicación anunciaban con mucho asombro que al aeropuerto había llegado Milagros, la niña más hermosa del mundo, montada en un avioncito de papel.

domingo, 24 de febrero de 2013

El maestro León y sus clases de amor


El día de la graduación, el Maestro León me dio la lección más bonita que he tenido en estos 47 años. Desde que estábamos en tercero de primaria, casi todos los niños del curso nos sentíamos atraídos por las niñas del colegio del lado. Estudiaba yo en un colegio masculino, pero tan solo una reja llena de arbustos dividía nuestro patio del del colegio contiguo en el que las niñas hacían educación física con unos minúsculos pantaloncitos blancos.

El Maestro León era con quien teníamos más confianza. No enfocaba sus clases de español solamente a enseñarnos las letras sino que nos hablaba de asuntos familiares y personales. Un día, mi gran amigo Gerardo, el que se sabía más jugadas de fútbol, le preguntó que cuándo estaríamos preparados para el amor. El Maestro se rascó la cabeza y dejó escapar una pequeña sonrisa que le borró por un instante los pliegues que tenía encima de la boca; le respondió que todavía no. Solo eso. Un simple “todavía no”. Gerardo volvió a sentarse en su puesto y el Maestro continuó con su clase. Desde ahí, el tema del amor se convirtió en una obsesión para todos. ¿Cuándo estaríamos preparados para el amor? Nadie lo sabía. Incluso en los recreos, en el intermedio de los partidos de fútbol y en el espacio entre clases tocábamos el tema entre nosotros. Julio y David aseguraban que para el amor no había que estar preparado,  que solamente era necesario aprender cosas como dar un beso o hacer los hijos. Sin embargo, el resto del curso creía en las palabras del Maestro León sin discusión alguna.

Cuando estábamos en sexto grado, Gerardo llegó un día con una sonrisa que no podía ocultar. Nos hicimos alrededor de su puesto y le preguntamos el motivo de su felicidad, pero se negó a respondernos. Todos intentábamos sacarle la verdad, pero cada vez parecía menos posible. La clase de ciencias terminó y comenzó la de español. Antes de que el Maestro León iniciara con el tema del día, Gerardo levantó su mano y se paró del puesto. El Maestro le dio la palabra.

- Maestro León, ¿se acuerda usted de Lucía, la niña del colegio del lado a la que le di los poemas que hicimos la clase pasada?

Ahora estoy seguro de que el Maestro León no tenía la más mínima idea, pero su respuesta fue afirmativa.

- Ayer, a la salida, se acercó a mí para decirme que le habían gustado mucho. Cuando nos despedimos, me dio un beso en la mejilla cerca a la boca. Con todo eso, ¿cree que ya estoy preparado para el amor?

El Maestro, como era de costumbre, se rascó la cabeza y sonrió con dulzura.

No, Gerardo. Creo que todavía no estás preparado para el amor.

Todos quedamos estupefactos: ¿cómo era posible que el Maestro le respondiera eso si Gerardo había estado a punto de besarse con una niña? Nadie, ninguno de nosotros había llegado nunca tan lejos. Lo máximo que habíamos hecho era dejarles dulces en la reja, y jamás supimos si los cogían ellas o los jardineros que frecuentaban el sector.

La duda continuó en nuestras cabezas. Estábamos seguros de que el Maestro León era un hombre sensato y estaba listo para el amor. No sabíamos por qué, pero así lo sentíamos. Además, alguien que no estuviera “listo para el amor” no sería capaz de identificar a las personas en su misma condición. Lo habíamos visto coquetear unas cuantas veces con una profesora y una vez, en un bazar de los que se hacían en el colegio, lo descubrimos tomado de la mano de una mujer con una abundante y negra cabellera.

Felipe entró en noveno. Estudiaba antes en un colegio mixto en el que, según él, tenía a todas las niñas enamoradas. Lo cambiaron porque perdió el año, entrar a un colegio masculino fue su castigo. “Eso fue por estar pensando en niñas, de seguro usted todavía no está preparado para el amor”, le dije cuando terminó de contar su historia. Frunció el ceño y me miró. Parecía no entender nada. En el descanso, mientras hacíamos la fila para comprar la comida, le hablé sobre el Maestro León. Felipe se mostró asombrado y confuso, pero terminó soltando una carcajada y diciendo que el Maestro León no sabía nada del amor. Pasaron varias clases y nuestro compañero se atrevió a retar al Maestro. En la mitad de una clase sobre el acento diacrítico, Felipe se paró del puesto:

Maestro León, me gustaría hacerle una pregunta. En el colegio anterior conocí a una mujer. Se llama Marcela y tiene un año más que yo. Me mandaba siempre razones con sus compañeras, por lo que supe que estaba interesada en mí. Después de algunos días, nos besamos, y desde ese momento seguimos haciéndolo a diario.
El Maestro tomó asiento y se cogió la barbilla, que ya estaba adornada con unas cuantas canas. Todos volteamos nuestros puestos para poder mirar a Felipe, que seguía hablando de pie y con mucha seguridad. Continuó:

La semana pasada me invitó a su casa. Sus padres no estaban. En el asiento de la sala comenzamos a besarnos. Yo me sentía raro, pero la experiencia era extremadamente deliciosa. Ella puso su mano entre mis piernas y tomó la mía para ponerla en su pecho, por debajo de la blusa. Empezó a apretar y a soltar, a apretar y a soltar. Yo movía mis dedos y la seguía besando.

Todos nos quedamos inmóviles. En el salón solo se escuchaba la voz de Felipe y el ruido de los ventiladores viejos que colgaban del techo. El Maestro león cruzó la pierna y movió un poco la cabeza. Mi compañero siguió con su relato:

- De repente, Marcela me dijo que fuéramos a su cuarto. Yo la seguí sin titubear, algo muy duro me impedía decirle que no. Me tiró en la cama y se quitó la blusa. Sus pezones rosados actuaron como dos imanes que de inmediato atrajeron mis manos. Empezó a moverse encima de mí  y…

- ¿En qué terminó todo? –interrumpió el Maestro.

- En nada, Maestro. La puerta de entrada sonó y el susto hizo que nos paráramos de inmediato: era la mamá que llegaba de hacer las compras. Nos vestimos con rapidez y yo me salí por la ventana.

Todos nos reímos con un poco de nervios. La historia estaba tan entretenida que ninguno le había imaginado un final tan trágico como ese. Era como escuchar el relato de una película de esas que nuestros papás no nos dejaban ver. Felipe terminó con su intervención:

- Aquí viene mi pregunta, Maestro: ¿cree usted que yo tampoco estoy preparado para el amor? Esto no le pasa a cualquiera… puedo asegurar que ninguno de mis compañeros ha tenido tal experiencia.

- No, Felipe. Tú tampoco estás preparado para el amor.

El Maestro intentó continuar con su clase, pero una lluvia de preguntas de parte nuestra se lo impidió. ¿Por qué Felipe no estaba preparado? ¿Cuándo lo estaríamos entonces? ¿Qué necesitábamos para estarlo? En ese momento, todos nos sentimos molestos con las respuestas del Maestro León.

- Ay, mis muchachos –afirmó mientras se rascaba la cabeza-. No exijan respuestas ahora. No son las respuestas el fin. El aprendizaje está en la búsqueda.

Todos quedamos más confundidos que antes. Con caras de derrota, continuamos con la clase. Felipe se sentó, se metió el lápiz a la boca y apoyó la cara en ambas manos.

En grado décimo tuvimos que abandonar al Maestro León. Ahora era el Licenciado Gordillo quien nos daba las clases de español. “Licenciado” era como su primer nombre. Quien no se lo dijera, tenía que hacer una plana de 200 veces esta palabra. “Es para que aprendan a respetar a los mayores”, decía el Licenciado cada vez que amonestaba a alguno de mis compañeros. Cierto día, Julio se atrevió a llamarlo “Gordillo” dos veces y tuvo que pasar los recreos en el salón durante una semana entera.

Al Maestro León y su tema del amor lo olvidamos un poco. De vez en cuando nos topábamos con él en los pasillos y recibíamos su cordial saludo que se acompañaba de palmaditas en la espalda. Ya casi todos teníamos novias y, muy dentro, sabíamos que estábamos completamente preparados para el amor. A David, curiosamente, nunca le conocimos ninguna enamorada. Años después nos enteramos de que se había ido a vivir con un policía y que, al parecer, era muy feliz.

El día de la graduación, momentos antes de que iniciara la ceremonia, el Maestro León nos citó a todos en el salón en el que habíamos cursado tercero de primaria. No sé si fue con intención o fue una simple casualidad, lo cierto es que ese día se resolvió el misterio. Todos nos sentamos con cuidado en esos pequeños puestos para no arruinar nuestros trajes de gala. Nos tocábamos el cabello constantemente para comprobar que el fijador estuviera perfecto y nos apretábamos con regularidad el nudo de la corbata. El Maestro León se aclaró la garganta e inició su discurso:

- Yo sé cuán importante es este día para todos ustedes. Sé que tienen nervios y que algunos hubieran preferido utilizar este tiempo para cuadrar los últimos detalles. Sin embargo, quise citarlos porque les debo una explicación desde hace nueve años. Esperé ansioso este día, créanme, para dirigirme a ustedes. Ahora sé que son personas más maduras y con un futuro casi que definido. Sé que varios quieren estudiar ingenierías y unos que otros, Medicina.
 
El Maestro León se aclaraba la garganta constantemente. Por un momento, todos olvidamos nuestra apariencia física y nos concentramos en sus palabras:

- Un día de abril, Gerardo me preguntó que si ya estaba preparado para el amor. Yo le respondí que no y estoy seguro de que desde ahí no pudieron dejar de pensar en eso. Pues bien, nueve años después sigo creyendo que ninguno aquí está preparado para el amor, incluido yo.

Nuestra memoria se devolvió nueve años y recorrió rápidamente todo lo que vivimos con el Maestro León. Era casi imposible creer que nos estuviera confesando que él tampoco estaba preparado para el amor. Queríamos entonces, con mucha más ansiedad, seguir escuchando su discurso:

- Antes de conocerlos a ustedes, tuve dos matrimonios fallidos. Creía entonces que por ser ya una persona madura y profesional, podría sobrellevar cualquier inconveniente amoroso. Como pueden verlo, no fue así. Sin embargo, puedo afirmar que amé profundamente a aquellas mujeres. Más adelante, intenté iniciar una relación con la profesora de Ciencias Sociales, pero tampoco sucedió nada. Años más tarde, conocí a una mujer con una abundante y negra cabellera. Pensé que, después de tantos fracasos, con ella todo saldría bien. Tampoco sucedió.

Recordamos entonces a la profesora con la que alguna vez lo habíamos visto coquetear y a la mujer que había llevado al bazar. Nuestros ojos se abrían cada vez más con las palabras del Maestro León. Era como descubrir que los héroes también eran de carne y hueso.

- A pesar de todo esto, me considero una persona feliz. Nunca nadie está preparado para el amor, simplemente porque “preparación” y “amor” no son términos compatibles. Amar es, por el contrario, no rendirse nunca así exista incertidumbre e inseguridad; es darse nuevas oportunidades cuando creemos que todo está perdido; es cometer errores de nuevo así creamos que la experiencia nos librará de ellos. Amar es no estar preparado y vivir cada oportunidad como si fuera la primera y la última.

Esa, como dije en un principio, es la lección más linda que he tenido en mis 47 años de vida. El Maestro León murió ayer y yo asistí a su entierro. Me encontré con algunos compañeros del colegio y nos dimos abrazos fuertes. Quedamos en contacto y, días después, llevamos una placa a la tumba del Maestro que decía así: “aquí yace una persona que, con orgullo, murió sabiendo que no estaba preparada para el amor”.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Mr. Steinway


Por: César Uribe

Cuando Arturito terminó su primer ensayo, la tapa armónica del piano vertical se vino abajo con un estruendoso ruido.  No era de asombrarse, pues el instrumento estaba muy antiguo y desgastado, pero cuando se detuvo el sonido y se aclaró la vista,  el niño observó que había un hombre bastante acomodado allí.  Sin esfuerzo, este fue sacando cada una de las partes de su cuerpo, empezando por las piernas, hasta quedar completamente afuera.  Era impensable que alguien tan alto cupiera en aquel espacio tan estrecho o, también, que llevara tan cómodamente sombrero, saco de terciopelo y calzado italiano en perfectos estados.  A pesar de esto, el hombre no mostró la más mínima queja y por el contrario tomó al niño por los hombros sentándolo nuevamente en la banqueta. 

Duró tres horas afinando el instrumento a la perfección con las herramientas que guardaba dentro de él y después le indicó el primer ejercicio de digitación al niño.  Cuando hubo terminado la clase, se ajustó el sombrero y volvió a entrar en la cavidad del piano.  Tras semejante sorpresa, Arturito se sobó los párpados y volvió a dejar los ojos sumamente abiertos para esperar volver a ver, otra vez, al hombre del piano.

   

sábado, 9 de febrero de 2013

A vos, José Pablo


Por: Lina Uribe

Es difícil sentarse a escribir y sentir que se han acabado las ideas. Debajo de la cama siempre están las de miedo, y en el armario guardo las que me hacen doler el pecho. Pero hoy no quiero escribir ni de monstros ni de amor, no. Hoy quiero escribir una historia distinta.  

Mirame, Pablo, que te estoy hablando. Apagá la estufa que se nos queman los espaguetis y es lo único que tenemos para la comida de esta noche.  Levantate de esa puta cama y hacé algo por mí, por vos, por los dos. Dejame ver, por primera vez en mucho tiempo, que servís para algo distinto a nada.

En este cuarto siempre sudo más de la cuenta. No sé si por el afán, no sé si por la tensión, pero el calor que me da aquí es una cosa muy seria. Se me humedecen hasta las curvitas de las orejas y el intermedio de los dedos del pie, aunque yo me lo aguanto porque tengo que escribir. Tengo que escribir porque las letras son lo único que me amarran a este mundo. Ah, y vos también, Pablo. No me preguntés por qué, porque no tengo ni la más mínima idea.  Si la tuviera, escribiría una historia con ella.

Siempre he admirado a la gente que puede seguir como si nada después de la picadura de un insecto. Y es que claro, para alguien a quien le da fiebre, ronchas y desmayos por el veneno de cualquier animalejo, la gente inmune es toda una heroína, es el eterno become. Vos sos así, Pablo. A vos te puede morder hasta una culebra y no te pasa absolutamente nada.

Cuando te conocí, hasta me invitabas a comer algunos sábados de vez en mes. Me decías que cocinabas, pero yo siempre supe que pedías en el restaurante de la vuelta. Yo te creía porque quería creerte, era un acto puro de amor. Hoy ya ni pedís ni cocinás. Hoy simplemente estás. Hoy solo respirás.

A veces me pregunto dónde están todas las personas en las que se inspiraron esos grandes escritores. Si hay alguna por ahí, que venga que yo le pago. Vos no, Pablo. Vos no estás para esas vainas. Cuando me inspiro en vos termino escribiendo cosas que la gente abandona casi siempre en el primer párrafo, estoy completamente segura de eso. Cuando pienso en vos se me hace agua la boca, pero el agua daña el papel y borra la tinta. Por eso no me servís. Vos sos solamente un osito de goma que me sirve de placebo cuando pongo el punto final.

Una historia distinta debe estar en cualquier parte. Podría escribir sobre, no sé, un hombre que se fue de su casa y encontró la libertad, o sobre un reloj que perdió la paciencia cuando intentaba, él solo, darse cuerda. Pero este no es mi día. Esta no es mi hora ni este es mi momento. Los espaguetis, Pablo. Te dije que apagaras la estufa para que no se nos quemaran.

Es difícil sentarse a escribir y sentir que se han acabado las ideas, pero es más difícil aún darte cuenta de que no podés crear una historia distinta porque vivís en un armario que está debajo de una cama, en un cuarto lleno de insectos venenosos que te impiden salir a conocer el mundo y con con un man que existe únicamente en tu cabeza.